
Todavía hoy, en demasiadas organizaciones, los proyectos se enfrentan a un enemigo silencioso: los silos departamentales. Esas fronteras invisibles que separan áreas, equipos y objetivos que crean un ecosistema donde cada departamento defiende su territorio, su presupuesto y sus métricas, pero no siempre el propósito común.
Cuando una organización opera bajo compartimentos estancos, los proyectos se convierten en carreras de relevos mal sincronizadas. Aquí, cada equipo hace su parte, pero el testigo se cae en cada traspaso y en este camino, la información se pierde, los esfuerzos se duplican y el valor que llega al cliente se diluye. Es entonces cuando no importa cuán bien definido esté el plan del proyecto si la cultura no acompaña.
La cultura organizacional es el tejido invisible que une o separa a las personas en una organización. Cuando ese tejido está hecho de hilos desconectados, los proyectos terminan siendo más un ejercicio de supervivencia que de colaboración.
Lo vemos en reuniones donde cada área habla su propio idioma, en la falta de confianza entre departamentos o en la sensación —tan frecuente— de que “esto no es mío”.
Pero detrás de esas barreras internas hay una historia humana. Personas que aprendieron que colaborar puede significar perder control, que compartir información puede interpretarse como debilidad, que salirse del marco propio puede generar conflictos. Los muros organizativos no son solo estructuras: son emociones, miedos y hábitos colectivos. Y eso hace que derribarlos no sea un ejercicio técnico, sino profundamente cultural.
