
En la gestión de proyectos, el éxito no solo depende de planes y tecnología, sino también del factor humano como bien sabemos. Un equipo motivado marca la diferencia en cómo se alcanzan los objetivos. Desde el punto de vista de los marcos de trabajo en gestión de proyectos, tanto las metodologías ágiles (Agile) como las tradicionales en cascada (Waterfall) reconocen la importancia de la motivación, aunque se gestionan de maneras distintas. No en vano, el Manifiesto Ágil (2001) declara que los proyectos deben desarrollarse «en torno a individuos motivados, dándoles el entorno y apoyo necesarios, y confiando en ellos». Los equipos de proyecto y las personas nos movemos principalmente por motivadores intrínsecos, más que por recompensas externas. Los factores extrínsecos (salario, seguridad laboral, etc.) evitan la insatisfacción, pero no generan motivación duradera; esta surge de factores intrínsecos como el reconocimiento, el logro y el crecimiento.
Por ejemplo, Daniel Pink demostró que, más allá de cierto punto, el dinero no mejora el desempeño, mientras que la autonomía, maestría y propósito sí lo hacen. Dicho de otro modo, los miembros de un equipo se sienten más motivados cuando tienen autonomía para decidir cómo hacer su trabajo, pueden desarrollar maestría en sus habilidades y entienden el propósito de su labor dentro del proyecto. En las metodologías ágiles, estos factores intrínsecos están integrados en la forma de trabajar ya que se caracterizan por ser autoorganizados y empoderados, decidiendo internamente quién hace qué y cómo. Esta autonomía fomenta un sentido de pertenencia y responsabilidad en cada miembro. Además, al operar en ciclos cortos con entregas frecuentes, el equipo percibe logros constantes que alimentan su sentimiento de propósito. Cada integrante entiende cómo sus habilidades aportan valor en cada iteración, lo que refuerza su confianza y motivación.